La escritura de Leila Sucari golpea en la cara como el viento de una tarde de invierno. Tiene el tono de voz perfecto para narrar las pequeñas batallas cotidianas y guiarnos por lo que acontece puertas adentro en la intimidad. “Una casa no es sólo el lugar donde se vive”, escribe con cierta nostalgia y se entrega a una vida nómade de mudanzas por la ciudad y viajes al campo donde la naturaleza irrumpe con su desborde. El verde es el paisaje de la infancia, pero también el de una deriva sensorial que incluye olores, sonidos e imágenes. Los sucesos de su vida se entremezclan con el amor, lo doméstico y las plantas: “Nos besamos y el aire huele a comida recién hecha y a flores inflamadas, mientras allá lejos, el mundo sigue ocurriendo y el viento agita los árboles”. En estas páginas, además, aparece la maternidad como un disparador que le permite recordar su niñez y pensar la de su hijo, manteniendo siempre un punto de tensión entre ambas. Mientras lucha contra la tiranía del tiempo compartido, interroga a la soledad y así lo extraordinario abre pequeños umbrales poéticos: no sólo los sucesos forman parte de estas crónicas, sino también los sueños, las lecturas y la fantasía. Hay algo de lo inaprensible, como si su escritura se desprendiera del intento de capturar con la mirada el movimiento de las cosas para poder contarlo.
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